Artículo para la edición en papel de la revista Yorokobu de mayo de 2014, que también publicaron en el web.
Las nuevas tecnologías están cargadas de peligros.
Todo empezó cuando dejamos de salir a comprar todos los días. Ya no veíamos cada día nuestros vecinos en la pollería, la pescadería, ni los ultramarinos –algunos decían ‘el colmado’. Esas colas ante los mostradores eran muy importantes para saber cómo estaba la señora viuda que tenía tres gatos y un pequinés que solía perseguirse la cola. O saber si el sobrino del repartidor de sifones ya se recuperó del accidente en la mili; todo el vecindario coincidió en que fue un caso de muy mala suerte. Excepto el cuñado de la Rosi, que decía que no le habría pasado nada si se hubiese librado, como él, gracias a la recomendación de su primo que conoce a un teniente coronel que le debía un favor porque le reparó la tapa del delco del Renault Gordini. No ir a comprar todos los días provocó que, cuando lo hacíamos, volviésemos muy cargados. Por cierto, encontraron muerta la señora viuda que tenía dos gatos (uno se escapó) y un pequinés que solía perseguirse la cola: un domingo por la tarde el perro no paraba de aullar, nadie abría la puerta y los vecinos llamaron a los bomberos. Ahí estaba. Pobre señora. Nadie se dio cuenta que llevaba semanas enferma porque cerró la pollería, la pescadería, los ultramarinos –o colmado– y claro, no había colas en las que nadie te preguntara por tu salud ni colas de las que te echaran de menos.
Decía que llegábamos cargados de la compra. Nos pegó por ir a comprar en coche para transportarla en el maletero. El automóvil no es para ir a la tienda de la esquina; vas a un supermercado (con aparcamiento, claro). O al hipermercado. Con toda la familia, porque así saben cuánto cuestan las cosas. Y te ayudan vaciando el carro en la cinta, llenando las bolsas al final de la cinta, cargando las bolsas en el carro, pasándolas del carro al maletero, descargándolas del maletero, cargándolas en el ascensor, descargándolas del ascensor, metiéndolas en la cocina.
Esos son algunos efectos perversos de las nuevas tecnologías. Y me he dejado un montón: los envases, las bolsas de plástico, más basura, comida basura también, las rotondas para ir a los hipermercados…
De acuerdo, el frigorífico que hizo que no fuésemos a comprar todos los días no es una nueva tecnología. Pero si no viene de 40 años tampoco lo son las videoconsolas ni los móviles que no paran de nombrar para advertirnos de sus peligros. Ahora resulta que alguien de los Estados Unidos se hizo mucho daño en los pulgares por tanto teclear en el móvil. De verdad, busca (no es un imperativo) WhatsAppitis. Sí, así con nombre de enfermedad para dar miedo. No, no es una epidemia. Le sucedió a una señora. Sólo una. Y lo cuentan en lugares como la BBC, donde lo relacionan con la Nintendinitis y la Wiitis.
¿De verdad que nadie nunca se hizo daño al cerrar el cajón de las verduras? Es un milagro, teniendo en cuenta lo mal que se deslizan. Podría llamarse Kelvinaritis, en homenaje a la primera marca popular de frigoríficos.
La insistencia con los peligros de las “nuevas tecnologías” en realidad es una cortina de humo para que olvidemos que estamos enganchadísimos a la nevera; un invento perverso que hizo que no cuidáramos de una señora viuda con tres gatos (volvió durante el velatorio) y un pequinés que solía perseguirse la cola.
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Foto: Sergey Galyonkin